(Por Alejandro Dolina)
Informes del profesor Richard Bancroft, corresponsal de la Enciclopedia Británica.
INFORME 1
Más allá de los confines
del Nepal, no lejos de Katmandú, la ciudad que fue un lago, fuera de los
circuitos de las caravanas, al sur o quizás al este del río que se llama Arum,
se alzan las pardas murallas de Ramtapur.
Allí, desde hace siglos,
se practica un juego colectivo de pelota. Sus orígenes son imposibles de
rastrear. Probablemente se trate de una costumbre muy anterior a los tiempos de
Amshurvarma, el rey más célebre de la dinastía de los Takuris.
Los complicados
reglamentos carecen de interés a los efectos de esta monografía. Basta decir
que dos bandos de siete hombres cada uno se enfrentan para disputar la posesión
de una pequeña bola de cuero o madera, la que finalmente debe ser depositada en
un lugar predeterminado.
Los juegos se realizan en
la Shanga, un antiguo estadio de piedra, cuyas amplias terrazas permiten la
asistencia de casi todos los habitantes de la ciudad.
Los atletas que practican
el juego de pelota son hombres admirados por su destreza y vigor. Se les rinden
toda clase de homenajes y les está permitido permanecer sentados aún ante la
presencia del Khan de Ramtapur.
Los equipos se distinguen
por el color de su kaupina, un breve taparrabos que los cubre durante la
contienda. Los principales son cuatro: el verde, el naranja, el azul y el azul
oscuro.
Los habitantes de
Ramtapur han venido desarrollando unas predilecciones personales que los
conducen a asociar sensaciones de orgullo y plenitud con el triunfo de uno solo
de los equipos y la derrota del resto. La orientación de estas preferencias no
responde a razones previsibles, ni sus límites coinciden con los de las castas,
las razas o los distritos.
Durante los primeros
siglos de su práctica, el juego de pelota era solamente una diversión de los
príncipes ociosos. Pero a partir de las Nuevas Reglas de la época de
Prithvinarayan Shah, la población se fue interesando cada vez más en los
resultados del juego hasta convertirlo en el punto central de la actividad de
la región.
El viajero que llega a
Ramtapur advierte inmediatamente que todas las personas se visten o se adornan
con los colores de aquel equipo al que han hecho objeto de sus deseos de
triunfo.
Las imágenes de los
cultos de Narayana y Rudra son perturbadas muchas veces por pañuelos y
banderas. Los hinduistas murmuran el nombre de sus atletas en interminables
japas, cuyo propósito es, tal vez, lograr que los dioses influyan sobre el
juego.
Los menos creyentes
procuran ayudar ellos mismos al triunfo de su equipo concurriendo a la Shanga y
adoptando una actitud de constante amenaza hacia quienes se les oponen. Para su
mejor intelección, tales amenazas se profieren bajo la forma de cantos rítmicos
cuyas normas de versificación todos conocen. Con gran dificultad he traducido
algunos:
"Más
fácil le será
al ínfimo
intocable
ser dueño
de un palacio
que a
vosotros, atletas verdes,
salir hoy
de la Shanga
vivos y
triunfadores."
"Un
deseo hallará su tumba
en estas
piedras.
Es el
deseo verde:
el viento
llevará noticias
de su
menoscabada virilidad
hasta las
chozas indignas
en las
que moran."
"Observen,
observen, observen
esa
muchedumbre de hombres ineptos
muy
pronto, al egresar de este recinto,
invadiremos
sus cuerpos
del modo
más humillante."
"Verde,
verde, verde
intolerancia,
intolerancia, intolerancia."
INFORME 2
Me permito recordar en
esta página que en Bizancio las carreras de carros entusiasmaban a las
multitudes con la misma desmesura. Los azules eran los carros de los
partidarios del emperador. Los verdes pertenecían a la oposición. Se decía que
eran, además, monofisitas, es decir que negaban la naturaleza humana del
Cristo. El emperador Justiniano protegía a los azules, pero la emperatriz
Teodora era verde. En enero del 532, después de grandes disturbios y saqueos,
verdes y azules se unieron en una revuelta que hizo temblar al imperio.
En Ramtapur, los asuntos
políticos no tienen suficiente dimensión como para vincularse con el juego.
La población consiente la
injusticia y soporta la pobreza, siempre que no se perturben sus peculiares
anhelos de gloria.
La idea del honor entre
los habitantes de Ramtapur es absolutamente desaforada. Toda ofensa es
irreparable y casi cualquier cosa es una ofensa. Podría decirse que las
cuestiones de honor están relacionadas con la idea que un hombre tiene de sí
mismo. En Ramtapur, todos son capaces de admitir su condición limitada, salvo
cuando consideran su simpatía por uno de los equipos del Juego. En ese caso,
sus personas son de un valor infinito y las agravios que se les infieren,
mortales.
Tomar en vano el nombre
de un atleta es arriesgarse a ser asesinado por sus partidarios. Los objetos
relacionados con cada equipo son sagrados y su profanación se paga con la vida.
Estas cuestiones dividen
a las familias y colocan muchas veces al hijo contra el padre, al hermano
contra el hermano y al amigo contra el amigo.
Casi todas las noches
aparecen cadáveres de personas que han ofendido la dignidad de algún color.
Esta clase de muerte ocupa el segundo lugar entre las más frecuentes de
Ramtapur, después del aplastamiento por aludes de nieve. Las autoridades locales
casi nunca intervienen y las instancias superiores son imperceptibles a causa
de las distancias y las dudas jurisdiccionales.
Los artistas han
abandonado para siempre los temas tradicionales. Los talladores de maderas ya
no se demoran en las arduas escenas de la lucha entre los Pandava y los
Káurava. Los modeladores de arcilla dejaron de amasar las pintorescas estatuas
del dios mono Hánumat. Todos ellos prefieren las figuras de los atletas, casi
siempre como avatares heréticos de Visnu.
Los pintores budistas de
la ciudad se complacen en representar a los jugadores de pelota con centenares
de brazos y numerosas cabezas y ojos, a la manera de Avalokitésvara. Los
narradores de historias desprecian a los demonios, las princesas y los dragones
de las literaturas clásicas para referir las hazañas de Bahadur Mukerji o de El
gran Birendra, aunque tengo para mí que el mejor de todos ha sido Narasimha, el
mago de los azules.
INFORME 3
He sabido que algunos
mercaderes acostumbran a instalar su pira funeraria en el mismo estadio de la
Shanga para que sus cenizas se desparramen en ese foro y transmitan a los
atletas amados fuerza, coraje y determinación. Para evitar que estos despojos
vengan a beneficiar a la facción equivocada, cada equipo reserva para sus
ceremonias fúnebres un sector del terreno, que los atletas pisan descalzos
antes de cada justa.
Los filósofos, los
mandarines y los hombres santos, especialmente los verdes, los naranjas y los
del azul oscuro, se han alejado de la vidya y de los senderos de salvación y se
han esforzado en construir unas falsas noblezas, hijas de la sacralización de
los gestos más vulgares de la plebe.
La comprensión del
universo, la conquista de la sabiduría, el dominio de nuestros impulsos
indignos, son vistos en todas partes como desórdenes mentales. El amor ha sido
reemplazado por una modesta lujuria en los días de victoria. Toda energía debe
ser consagrada al deseo. Y el único deseo es la victoria en el juego.
Adivino el estupor de los
doctores al advertir en Ramtapur pasiones tan occidentales. En Oriente, uno no
es su deseo y la idea agonal del triunfo desinteresado es siempre un
despropósito. Conjeturo que el juego y sus tribulaciones fueron introducidos
por alguna caravana de viajeros occidentales.
Azules: el triunfo es
nuestro glorioso pasado, nuestro inevitable futuro y nuestro ilusorio presente.
INFORME 4
El maleficio de la
civilización occidental llegó a estas remotas alturas de un modo tardío e
imperfecto, pero también inexorable. La radio y la televisión de Ramtapur son
hospitalarias con las bagatelas internacionales. Sin embargo, casi todas las
trasmisiones están destinadas al juego de pelota y sus asuntos anexos. A lo
largo de los años, los nombres de los ganadores, las fechas de sus victorias y
aun las mínimas incidencias del juego han ido formando un gigantesco y
superfluo corpus de nociones en cuyo dominio se ejercitan todos los gandules de
Ramtapur.
Gentes piadosas que
antaño memorizaban los interminables versos del Rig-Veda se afanan ahora en
repetir el nombre de los autores de las más remotas anotaciones. Alrededor de
esta vana erudición cunde la controversia. El homicidio no es el argumento
menos común.
Escribo estas líneas
sentado en el café Thákur. De pronto, irrumpe una pandilla con la divisa
naranja. Llevan la barba recortada según la última moda, hacen sonar unas
grandes matracas y se abren paso a empujones. Cuando ven mi pañuelo azul, me
escupen y tumban mi mesa.
Estos grupos salen a la
calle a celebrar las victorias o lamentar las derrotas cometiendo robos,
violaciones, saqueos y asesinatos. Todos los crímenes se cometen al son de unos
instrumentos, mientras se cantan canciones como las que hemos glosado en el
informe número uno.
Estos procedimientos
dejan la ilusión de un rito, lo cual, para los habitantes de Ramtapur, es
garantía de impunidad. Las fechorías rítmicas no son castigadas por la ley.
Muchos sospechan que aprovechando este exotismo jurídico, las bandas de
delincuentes se hacen pasar por fanáticos, pero yo no creo eso.
INFORME 5
Recién ahora comprendo la
naturaleza de la fuerza principal que empuja a los adictos al juego de pelota.
Es el odio. Un odio perfecto, no contaminado por los intereses, por el afán de
lucro, por la lujuria negada o por la propiedad usurpada.
Este encono artificial,
construido a lo largo de generaciones, es más intenso que cualquier otro. No
necesita explicación. No admite reconciliaciones. Las gentes de Ramtapur, los
ricos y los menesterosos, los brahamanes y los parias, van al estadio de la
Shanga a odiar. Los pobres de espíritu, incapaces de cualquier energía
pasional, sienten correr por su sangre una ira más grande que ellos mismos, un
furor que los posee con majestad foránea.
Reducido a su simple
apariencia, a su mera caligrafía burguesa, el juego es inocente y anodino. Sólo
quienes lo comprenden de verdad pueden captar su magnitud heroica. Y para
comprenderlo hay que odiar. Compadezco al mero inglés que se contenta con las
emociones del crocket. El que ha oído el alarido sanguinario de la Shanga ya no
puede regresar. Anoche, en el defectuoso lupanar de Ramtapur, un mercader, tal
vez narcotizado con hierbas de las alturas, denigró a los azules con gritos de
la mayor obscenidad. Abandoné unos brazos que me acariciaban en vano para
constituirme ante el ofensor.
—El caballero puede
arrastrarme por el cieno, si es su deseo, ya que no soy nadie. Pero la mínima
afrenta a la divisa azul se lava sólo con sangre.
Lo maté con mis manos,
lentamente.
Gloria al
pabellón azul,
inmundicia
de perro
sobre las
otras banderas.